martes, 28 de septiembre de 2010

LA ORDEN DE LOS POBRES CABALLEROS DE CRISTO. LOS TEMPLARIOS




Sello de la Orden del Temple

NON NOBIS DOMINE, NON NOBIS, SED NOMINI TUO DA GLORIAM.
Con este lema, damos comienzo a la historia de una de las Órdenes militar y religiosa más importante y temida de la cristiandad: La Orden De Los Caballeros Templarios.

INTRODUCCION
Los “Santos Lugares”, tan ignorados para algunos y tan venerados para otros. Enclaves, que en una etapa de nuestra historia, fueron motivo de las batallas más cruentas, por la cristiandad conocida:”Las Santas Cruzadas”.
Se dice que “la fe mueve montañas”, pero en esta ocasión, fue algo o mucho más que montañas.
Corría el final del siglo XI, y el temido fin del mundo del año mil, no había tenido lugar. Parece que habría que esperar otro milenio para el temido cataclismo. No obstante, la angustia que este temido hecho desató en todo el orden cristiano, fortaleció el poder de la iglesia, hasta extremos que jamás antes se habían conocido.
Jerusalén y Los Santos Lugares; meta para multitud de peregrinos que querían ver con sus propios ojos y sentir bajo sus pies, los escenarios que originaron los hechos que cimentaban su fe. Esos peregrinajes, algunos de ellos penitenciales, eran alentados y organizados por la Iglesia. Se presentaba la peregrinación a Jerusalén como el clímax de la vida espiritual de un hombre: una ruptura de los lazos que lo ataban al mundo, con Jerusalén, la Ciudad Santa, como la antecámara del mundo por venir. Así como el buen musulmán estaba obligado a ir en peregrinación a La Meca al menos una vez en su vida, del mismo modo la ambición de muchos cristianos devotos era tocar el Santo Sepulcro antes de morir. De  hecho la actitud de los cristianos del siglo XI respecto a Jerusalén y Tierra Santa era obsesiva.
Aunque bajo dominio árabe, los peregrinos cristianos fueron, en general, tratados correctamente. Uno de los primeros gobernantes islámicos, el califa Umar  ibn al-Jattab, permitía a los cristianos llevar a cabo todos sus rituales salvo cualquier tipo de celebración en público. Sin embargo, a comienzos del siglo XI, el califa fatimí Huséin al-Hakim Bi-Amrillah comenzó a perseguir a los cristianos en Palestina, persecución que llevaría, en 1009, a la destrucción del templo más sagrado para ellos, la Iglesia del Santo Sepulcro. Más adelante suavizó las medidas contra los cristianos y, en lugar de perseguirles, creó un impuesto para todos los peregrinos de esa confesión que quisiesen entrar en Jerusalén. Sin embargo, lo peor estaba todavía por llegar: 
Un grupo de musulmanes turcos, los selyúcidas, muy poderosos, agresivos y fundamentalistas en cuanto a la interpretación y cumplimiento de los preceptos del Islam, comenzó su ascenso al poder. Los selyúcidas veían a los peregrinos cristianos como contaminadores de la fe, por lo que decidieron terminar con ellos. En ese momento comenzaron a surgir historias llenas de barbarie sobre el trato a los peregrinos, que fueron pasando de boca en boca hasta la cristiandad occidental. Estas historias, no obstante, en lugar de disuadir a los peregrinos, hicieron que el viaje a Tierra Santa se tiñese de un aura mucho más sagrada de la que ya tenía con anterioridad.
 En marzo de 1095, Alejo I envió mensajeros al Concilio de Piacenza para solicitar al papa Urbano II ayuda frente a los turcos. La solicitud del emperador se encontró con una respuesta favorable de Urbano, que esperaba reparar el Gran Cisma de Oriente y Occidente, que había ocurrido cuarenta años antes, y reunificar a la Iglesia bajo el mando del papado como "obispo jefe y prelado en todo el mundo" (según sus palabras en Clermont), mediante la ayuda a las iglesias orientales en un momento de necesidad.
El Papa Urbano II (ver biografías), no tuvo dificultad en convencer a reyes y nobles de la necesidad de rescatar los Santos Lugares de manos de los “infieles”. La invitación a una cruzada masiva contra los turcos arribaría en forma de embajadas francesas e inglesas a las cortes de los reinos medievales más importantes: Francia, Inglaterra, Alemania y Hungría, donde el último no habría podido enlistarse en las primeras cruzadas por el luto que se guardaba tras la muerte del rey San Ladislao I de Hungría (1046-1095), que duraría cerca de tres años. El Papa Urbano II eventualmente consideró a Ladislao I como un candidato apropiado para comandar la Primera Cruzada, puesto que el rey húngaro era ampliamente conocido por su porte caballeresco y sus luchas contra los invasores cumanos, sin embargo, éste falleció escasos meses antes de la primera cruzada mientras llevaba a cabo una campaña militar contra el reino de bohemia en 1095.
El anuncio formal sería en el Concilio de Clermont, que se reunió en el corazón de Francia el 27 de noviembre de 1095, el papa Urbano pronunció un inspirado sermón frente a una gran audiencia de nobles y clérigos franceses. Hizo un llamamiento a su audiencia para que arrebatasen el control de Jerusalén de las manos de los musulmanes y, para enfatizar su llamamiento, explicó que Francia sufría sobrepoblación, y que la tierra de Canaán se encontraba a su disposición rebosante de leche y de miel. Habló de los problemas de la violencia entre los nobles y que la solución era girarse para ofrecer la espada al servicio de Dios: "Haced que los ladrones se vuelvan caballeros."  Habló de las recompensas tanto terrenales como espirituales, ofreciendo el perdón de los pecados a todo aquel que muriese en la misión divina. Urbano hizo esta promesa investido de la legitimidad espiritual que le daba el cargo papal, y la multitud se dejó llevar en el frenesí religioso y en el entusiasmo por la misión interrumpiendo su discurso con gritos de Deus vult! (¡Dios lo quiere!) que habría de convertirse en el lema de la Primera Cruzada. (1096-1099).

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